El niño quedo mirando como su barquito de papel se iba por la alcantarilla. Lo había fabricado su padre y estaba muy orgulloso de el, pues era muy veloz en el agua.
Todo ese verano había ganado las competencias de barquitos que los niños echaban a correr por la orilla de la calle, cuando las aguas de lavados de vehículos circulaban en medio del calor estival. Los otros barquitos se desarmaban una vez terminada la carrera, pero el que le había armado su papa no, pues estaba bastante bien provisto con papel encerado.
En esta ocasión, el niño lo echo a navegar sin sus amigos y sin calcular su velocidad. El torrente lo llevó raudamente hasta llegar a una rendija por donde se escabullo y finalmente se perdió.
Se quedo sentado, llorando en la vereda un rato, mirando fijamente la grieta, mientras los vehículos pasaban frente a el. Uno se acerco mucho, mojándolo con el agua lodosa que escurría por la orilla de la calle.
Entonces, el niño dirigió sus pasos al fondo de la calle, arrastrando sus pececitos fríos, hasta llegar a casa. Estaba todo sucio y empapado cuando llamó lastimosamente a la puerta.
El olor de unas galletas y leche le salieron al encuentro, en tanto su madre le abría rápidamente la puerta. Llovía a cantaros desde hacía rato.
El regreso del niño hizo aliviar un poco, el apretado pecho de esa madre, quien ya tenía bastante con la pérdida de su marido el día anterior.
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