La Cortesana de Chenonceau
Corría el siglo XVI, cuando aconteció esta historia, en las proximidades del Castillo de Chenonceau en el Valle de la Loire.
Ya nadie recuerda con certeza como había sido su llegada. Como todo, lo que se refiere a ella y su historia, está sembrado de dudas y ambigüedades. Era una mujer joven, rostro infantil y mirada adulta, profunda y sincera. Dejaba ver un gran dolor en su pasado y una gran determinación en su presente.
La versión más aceptada, en el pueblo, hablaba de un viaje interrumpido a causa de un accidente sufrido por los caballos de su carruaje proveniente de París, situación que la obligó a alojarse en la única posada, cercana al castillo.
La posada había sido desde las épocas de los cruzados el punto de reunión de aquellos extranjeros que pasaban por el lugar. Todos iban o venían, todos eran caballeros de paso que a lo sumo pasaban allí una noche. Pero jamás ni uno solo de ellos había tenido la distinción de esta dama.
En un cuarto que se abría hacia el sur, con cama de dosel tendida con sus propias sábanas de seda, durmió la primer noche. Algunos fantaseaban acerca que lo hizo desnuda, mientras la luna espiaba por la ventana entreabierta.
Las dudas del origen y destino final de su viaje variaban; que si salió de tal o cual Corte para dirigirse a ésta, o quizás aquella otra. De esa intriga recibió su nombre: la Cortesana.
La verdad era que la Cortesana venía escapando de París... donde, luego de la muerte de su madre, años atrás y siendo ella una niña, su vida se convirtió en un infierno... aquel padre, caballero cariñoso y preocupado, se convirtió en un hombre violento, que abusaba de ella con frecuencia y la obligaba a acompañar a los nobles y caballeros de la Corte, de mayor fama y prestigio.
Aunque solo ella lo sabía, su primer amante, a muy corta edad, fue también su primer amor. Un joven caballero de la corte de Chenanceau, con quien compartió incontables horas de agradable compañía, charlas, paseos, bailes, fiestas... y quien le enseñó los primeros secretos en las artes del amor... y del cual, la Cortesana, se enamoró perdidamente. A su partida, el joven le juró volver a buscarla en cuanto pudiera, para hacerla su esposa y su reina, pero pasaron los años y él nunca volvió.
Luego de la partida del joven caballero, ella se propuso reencontrarlo como fuera, pero mientras aprovecharía su oficio y estilo de vida, para a hacer su fortuna y, sobre todo para perfeccionarse en el amor, proponiéndose convertirse en la joven más apetecida y valorada de la Corte de París. Y así fue.
En las siguientes semanas, a la llegada de la joven, de la posada original ya no quedaba nada. Ella se había establecido ahí y lo había transformado en un petit-chateau para sus encuentros furtivos con caballeros y nobles, todos ellos desconocidos de paso.
Aún ahora, pasado el tiempo, nadie se pone de acuerdo sobre cuál fue el motivo y cuáles las razones lógicas de porqué quedarse allí, ya que así como hizo traer criados, tapices, muebles, vajilla, enseres e incluso alguien para que diseñara sus vestidos, bien podría haber mandado por un nuevo carruaje para proseguir camino o regresar. Pero eso no ocurrió.
El pueblo se complacía y crecía en la fama que le proporcionaba la estancia de la Madame, mejor dicho, la Cortesana. Ya no se recordaba que su actual vivienda había sido una posada, ni que allí hubiera posaderos. Actualmente era un lugar de paso y placer para muchos caballeros y nobles que buscaran refugio y calor para una noche. Si llegaba un caballero cansado Mme. le transmitía su invitación para alojarse en su casa, al final, nunca nadie la rechazaba.
Al amanecer, cuando partían ninguno era ya el mismo. A través de su saber hacer, la Cortesana los había hechizado y, con su hechizo, todos y cada uno se habían enamorado perdidamente de esta misteriosa mujer.
El misterio y la incertidumbre constituían el encanto de Mme. Era de tez acanelada, ojos grises. Boca mediana, labios finos y bien formados. Figura esbelta, de formas firmes y estilizadas. Cabellos lacios y negros. como el azabache, si los recogía en tocado, daba a su aire un algo de masculinidad que acentuaba su belleza y perturbaba. Sus ropas, de ricas telas pero de corte simple, solo descubrían su cuello perfecto. !Y su voz!, si se entrecerraban los ojos, ésta podía escucharse como el canto de las sirenas que arrastraba a los marinos a su final.
La leyenda de Mme. se fue tejiendo sobre relatos ciertos, habladurías e imaginación. Lo cierto era que desde lugares lejanos llegaban, con frecuencia, los ecos de alguien que habiendo sido atendido ella, había quedado fascinado.
A él la historia le recordará como el heredero de una de las casas más nobles de Europa, precisamente de ésta donde transcurre la historia, también como el joven que desapareció sin dejar huella. No sabemos si, al mismo tiempo, hará mención y honor a su prestancia y belleza que producían la alquimia de una devastadora seducción.
Pero como los vericuetos de la mente humana son incomprensibles para la lógica, aquél que a cuyo paso por los salones dejaba a las mujeres cautivadas con su mirada, solo tenía pensamientos para alguien que jamás había visto, pero de quién mucho intuía.
Ese amor irracional había nacido la primera vez que escuchó, de la boca de un noble de la Corte, hablar sobre la dama que hubo de alojarle cuando extenuado no pudo continuar su camino. Ese fue el primero de una serie de relatos que modelaron la idea.
Así fue construyendo en su mente la imagen de aquella mujer que delineada por todo tipo de relatos; honrados, desairados o charlatanes, contaban acerca de la misteriosa Cortesana. Cuando tanta información fue acumulada llego un momento donde solo cabía una decisión. Tomó su cabalgadura, la mas recia, y sin aviso, y sin la vista de nadie, partió a su encuentro.
Esa tarde la Cortesana contemplaba las rosas bajo los cielos violáceos que le producían, cada tarde, cierta tristeza. Como cuando era pequeña al sentir un escalofrío, y vio venir la muerte, supo que el tiempo del infierno había recomenzado. Solo supo suspirar.
La tarde caía desmayada sobre los campos y el jinete llegaba envuelto en un silencio extraño. Se apeó ante la casa y por un momento quedo mirando como sin ver, debía darse prisa, ya que pronto llegaría el alba y con ella, como bien sabía, debería irse y despedirse de la extraña. Esa fue siempre, y en cada momento, la condición impuesta. Los cuerpos de la noche no deben compartirse en el amanecer.
Mme. sentía un desasosiego que ante el inminente encuentro la hacía estremecer. Cuando le avisaron la llegada del caballero, ella ya la había presentido y, descendió a su encuentro; él era más bello que en cualquier sueño en que le había recordado.
Poseía los mismos ojos penetrantes que la habían cautivado. Ahora esos ojos admiraban su belleza turbadora, y no la reconocían. Él solo quería amarla. Cuando ella impuso como condición que la partida debería realizarse con la primer luz del alba, asintió enfervorizado de pasión sin saber realmente a lo que consentía.
La noche de los amantes estuvo harta de placeres jamás sentidos, de juegos jamás jugados, de dolores jamás gozados, de olores y sabores jamás disfrutados, pero todos ellos esbozados y casi recordados.
El alba se anunciaba y él se siente despertar desde un pozo negro y profundo, en las sombras presiente que la Cortesana lo observa; entonces él le habla con la confianza y el amor recordados durante la noche de las pasiones “¿Quién eres?, ¿Nos conocimos antes?”, sobre la última sombra de la noche se escucha la voz suave que responde “Qué importa quien sea, ya haz gozado de tu noche, debes irte”.
El noble caballero, extraviado en sus sentidos, se incorpora en el lecho y pretende alcanzar el cuerpo de Mme., ésta se resiste y ambos caen al suelo, el destino posa la mano del joven sobre el frío de la daga que él mismo había abandonado junto con sus ropas en los comienzos de la noche.
Su mano la coge y con ella amenaza, Mme. aterrada se revuelve, el forcejeo de ambos solo produce la herida irreversible. Él se desploma, las vestimentas desgarradas se van llenado de sangre. El alba, suprema y hechicera, ilumina el cuerpo exánime, como un castigo por no haber cumplido la promesa.