lunes, diciembre 29, 2008

Poema del hijo

I
¡Un hijo, un hijo, un hijo! Yo quise un hijo tuyo
y mío, allá en los días del éxtasis ardiente,
en los que hasta mis huesos temblaron de tu arrullo
y un ancho resplandor creció sobre mi frente.
Decía: ¡un hijo!, como el árbol conmovido
de primavera alarga sus yemas hacia el cielo.
¡Un hijo con los ojos de Cristo engrandecidos,
la frente de estupor y los labios de anhelo!
Sus brazos en guirnalda a mi cuello trenzados;
el río de mi vida bajando a él, fecundo,
y mis entrañas como perfume derramado
ungiendo con su marcha las colinas del mundo.
Al cruzar una madre grávida, la miramos
con los labios convulsos y los ojos de ruego,
cuando en las multitudes con nuestro amor pasamos.
¡Y un niño de ojos dulces nos dejó como ciegos!
En las noches, insomne de dicha y de visiones,
la lujuria de fuego no descendió a mi lecho.
Para el que nacería vestido de canciones
yo extendía mi brazo, yo ahuecaba mi pecho…
El sol no parecíame, para bañarlo, intenso;
mirándome, yo odiaba, por toscas, mis rodillas;
mi corazón, confuso, temblaba al don inmenso;
¡y un llanto de humildad regaba mis mejillas!
Y no temí a la muerte, disgregadora impura;
los ojos de él libraron los tuyos de la nada,
y a la mañana espléndida o a la luz insegura
yo hubiera caminado bajo de esa mirada…

II

Ahora tengo treinta años, y mis sienes jaspea
la ceniza precoz de la muerte. En mis días,
como la lluvia eterna de los polos, gotea
la amargura con lágrimas lentas, salobre y fría.
Mientras arde la llama del pino, sosegada,
mirando a mis entrañas pienso qué hubiera sido
un hijo mío, infante con mi boca cansada,
mi amargo corazón y mi voz de vencido.
Y con tu corazón, el fruto de veneno,
y tus labios que hubieran otra vez renegado.
Cuarenta lunas él no durmiera en mi seno,
que sólo por ser tuyo me hubiese abandonado.
Y en qué huertas en flor, junto a qué aguas corrientes
lavara, en primavera, su sangre de mi pena,
si fui triste en las landas y en las tierras clementes,
y en toda tarde mística hablaría en sus venas.
Y el horror de que un día, con la boca quemante
de rencor, me dijera lo que dije a mi padre:
«¿Por qué ha sido fecunda tu carne sollozante
y se henchieron de néctar los pechos de mi madre?»
Siento el amargo goce de que duermas abajo
en tu lecho de tierra, y un hijo no meciera
mi mano, por dormir yo también sin trabajos
y sin remordimientos, bajo una zarza fiera.
Porque yo no cerrara los párpados, y loca
escuchase a través de la muerte, y me hincara,
deshechas las rodillas, retorcida la boca,
si lo viera pasar con mi fiebre en su cara.
Y la tregua de Dios a mí no descendiera:
en la carne inocente me hirieran los malvados,
y por la eternidad mis venas exprimieran
sobre mis hijos de ojos y de frente extasiados.
¡Bendito pecho mío en que a mis gentes hundo
y bendito mi vientre en que mi raza muere!
¡La cara de mi madre ya no irá por el mundo
ni su voz sobre el viento, trocada en miserere!
La selva hecha cenizas retoñará cien veces
y caerá cien veces, bajo el hacha, madura.
Caeré para no alzarme en el mes de las mieses;
conmigo entran los míos a la noche que dura.
Y como si pagara la deuda de una raza,
taladran los dolores mi pecho cual colmena.
Vivo una vida entera en cada hora que pasa;
como el río hacia el mar, van amargas mis venas.
Mis pobres muertos miran el sol y los ponientes
con un ansia tremenda, porque ya en mí se ciegan.
Se me cansan los labios de las preces fervientes
que antes que yo enmudezca por mi canción entregan.
No sembré por mi troje, no enseñé para hacerme
un brazo con amor para la hora postrera,
cuando mi cuello roto no pueda sostenerme
y mi mano tantee la sábana ligera.
Apacenté los hijos ajenos, colmé el troje
con los trigos divinos, y sólo a Ti espero,
¡Padre nuestro que estás en los cielos!, recoge
mi cabeza mendiga, si en esta noche muero.

Gabriela Mistral

martes, diciembre 23, 2008

EL POETA Y LA MUERTE

Se le vio caminar solo con Ella,
sin miedo a su guadaña.
Ya el sol en torre y torre; los martillos
en yunque - yunque y yunque de las fraguas.
Hablaba Federico,
requebrando a la muerte. Ella escuchaba.
"Porque ayer en mi verso, compañera,
sonaba el golpe de tus secas palmas,
y diste el hielo a mi cantar, y el filo
a mi tragedia de tu hoz de plata,
te cantaré la carne que no tienes,
los ojos que te faltan,
tus cabellos que el viento sacudía,
los rojos labios donde te besaban...
Hoy como ayer, gitana, muerte mía,
qué bien contigo a solas...

Antonio Machado

jueves, diciembre 04, 2008

Un episodio breve (cuento)


Mato una mosca con la mano. Se levantó y se dirigió hasta al baño para lavarla. No encontró jabón, así que abrió lo suficiente la llave, para sentir su palma completamente limpia. Se fue a la cocina y destapó una cerveza del refrigerador. Observó por la ventanilla que daba al patio a su mujer jardineando. El sol de la tarde, se colaba por la persiana verde, cubierta de plástico.

Tomó un par de copas y se dirigió a hasta la pieza del computador. Se sentó en el sofá cama, se acercó al teclado y vertió la cerveza en las dos copas. Se quedó esperando mirando la pantalla. Luego dio un sorbo a su copa servida, y repasó en su mente la historia que había planeado desde la mañana.

Dicha historia versaba sobre un joven matrimonio, recién instalado en un pueblo de más al norte. Ambos profesores. Ella una mujer delgada y silenciosa, hija única de un acaudalado empresario minero. Él, un tipo alto de barba clara y abultado abdomen, titulado hacía un par de meses, en una tradicional universidad capitalina.

En dicha historia al maestro, había dado en llamarle Javier Solanas. Quien se encontraba en espera de un cupo de maestro, en un prestigioso colegio Jesuita del pueblo. En tanto que a ella, de nombre Graciela Alvarado Menezes, había procurado la noble tarea de acompañarle en el cuidado del terreno, heredado de sus padres recientemente fallecidos, unos seis meses atrás, en un lamentable accidente aéreo.

Hasta aquí había avanzado con su relato.

Mientras tecleaba, su mujer trabajaba afanosamente en la limpieza del patio, hasta donde había llevado seis macetas plásticas, con distintas flores, traídas de un invernadero de propiedad paterna, en las afueras de la capital.

Se escuchaba al otro lado de la habitación el rastrillo, rasgando una y otra vez sobre la tierra, y de fondo a las aves que anidaban en el sitio colindante al terreno, donde se erguían imponentes, cuatro frondosos sauces, al pie de un angosto cauce de riego.

Él la imaginaba en shorts ocres y polera blanca. Y a ratos se preguntaba si debía ayudarla o continuaba con su trabajo, frente a la pantalla de la PC.

Finalmente resolvió asistirla. Tomó el rastrillo del suelo y comenzó un poco a tientas, a rasguñar sobre una mezcla de tierra grisácea y huevillo, recubierta por un delgado pelillo amarillo, todo reseco.

Ella arrancaba la maleza con unos guantes grises de género. Juntando la hierba cortada en una esquina mientras él, ahora con el azadón en las manos, se quedaba de a momentos muy quieto, mirándola.

La casa no era grande. Cuatro habitaciones pequeñas, la cocina y el baño, más un patio cubierto de matorrales secándose, bajo un tendedero hecho con cables telefónicos, apoyados en dos largos tubulares de fierro oxidado.

La habitación donde escribía estaba casi desnuda. Un sofá cama y una silla reclinable junto a la computadora, sin imágenes pegadas en los muros o fotografías enmarcadas, sobre el único mueble instalado junto al escritorio.

Trabajaron hasta bien entrada la noche. Luego ella regó un poco, y él guardó las herramientas en un cajón, junto a los peldaños de la cocina.

Para entonces, sólo el ruido del computador se escuchaba al interior de las habitaciones, y de tanto en tanto, algunos grillos entre la maleza que restaba por quitar.

Cuando él regresó hasta su silla, la habitación se encontraba en penumbras. Con la ventana del patio entreabierta y el visillo ligeramente descorrido por el viento. Prendió la luz y descubrió contrariado, una decena de moscas, mosquitos y moscardones, de muy distintos tamaños diseminados entre el sofá y el cielo raso. Como negras pecas o grotescas costras oscuras, inmóviles.

Se quedó en el dintel de la puerta un instante, contemplando la desagradable sorpresa. Recordando imágenes de la TV, las que luego desechó por fantasiosas. Pensó en la faenadora de carne al otro lado del río, e incluso en el insoportable calor de toda esa semana, en la zona central del país.

Se dirigió tras el esquinero, a desconectar la pastilla de veneno y luego, fue en busca de un matamoscas celeste, colgado tras la puerta del baño.

Ella entró a la cocina y lo vio atravesar el pasillo, en dirección al dormitorio, sin cruzar palabra alguna. Sólo al llegar a la habitación y prender las luces, se percataron de la presencia de otra docena de moscas, posadas lúgubremente sobre las almohadas y los dos veladores. Dos o tres reposaban sobre las frazadas y otro par revoloteaba en lo alto, alrededor de la ampolleta de centro, acompañadas esta vez por tres o cuatro polillas, y una enorme mariposa nocturna.

Se miraron sorprendidos y ligeramente asqueados, pero ninguno pronunció una palabra. Repitieron desconectando las pastillas de veneno y después aguardaron.

Él mantenía en su mano el matamoscas, y calculando la distancia más corta, asestó un violento golpe sobre la díptera más cercana. Dos pequeñas manchas negras y rojas quedaron en la rejilla plástica. Luego intentó sobre otras dos en una pared, pero esta vez sin mucho éxito. Persistió en sus intentos y logró contabilizar a seis. Al cabo de un rato en apariencia, las había exterminado a todas. Ella cogió de la mano de él el matamoscas, y prosiguió con la tarea en la pieza contigua. Y así por el pasillo hasta el comedor, intercalando movimientos violentos con gestos sutiles. Caminando y observando en derredor con sumo cuidado para no delatarse.

Cada tanto él le susurraba, para indicarle la proximidad de una díptera, o le señalaba con los dedos el repentino vuelo de una polilla hacia la pieza de al lado. En esto estuvieron un buen rato, al cabo del cual, convinieron en pasar a la cocina a prepararse un par de sándwiches con bebidas, para descansar.

Abrieron las puertas del muebles, y sacaron el pan de molde, la crema, una bolsa con tomates y un enorme palta negra. Se dirigieron al comedor y se sentaron a la mesa. Allí pasaron media hora entre el silencio y la penumbra. Percibiendo cada tanto, el vuelo rasante de un mosquito o el deambular cercano, de un chirriante moscardón.

Recogieron los dos platos y luego prosiguieron con la tarea. Ambos estaban de acuerdo en exterminar de la casa, a la amenaza recién descubierta. Así que cerraron las ventanas de todas las habitaciones, y desenchufaron el resto de las pastillas con el veneno verde. Prendieron las luces de cada pieza y comenzaron con la barrida metro a metro, centímetro por centímetro. Esparcieron insecticida en aerosol en pequeñas cantidades, en lugares predeterminados y específicos. Nuevamente se turnaron con el matamoscas cuando la presa estaba a un palmo de distancia. Avanzando despacio. Muy lentamente. Casi agazapados.

Poco antes de la medianoche, dieron con el último espécimen, rascándose con las patas traseras sobre la pantalla del PC. Calcularon con tiempo ese golpe, para no dejar una marca irremediable en el equipo. Luego, limpiaron con un trapo naranjo, rociándole desinfectante.

Él tomó la aspiradora y la pasó por el piso alfombrado con diminutos cadáveres negros. De algunos, sólo quedaba un ala suelta o una pata nerviosa, medio recogiéndose. En otros, un pedazo de abdomen con una o dos patas adheridas. Estaban regados por casi toda la casa. Algunas de estas manchas se arrastraban pesadamente, bajo la cómoda o la cama. Otras, sacudían inútilmente sus extremidades en el aire, como arrancando. De las polillas, sólo quedaba un polvo gris brillante, y de los mosquitos, un amasijo de patas con alas irreconocible. La mariposa nocturna, yacía reventada contra una pared en el dormitorio de ellos. También fue retirada.

Finalmente, una pequeña corte de diminutas moscas fue descubierta, diseminada entre el pasillo y la pieza donde ronroneaba el PC.

Acabaron de trapear en las paredes y después de eso, cada uno retomó lo que adeudaba de sus actividades.

Él continuó con sus escritos y ella optó por tomarse una ducha. Fue hasta el calefón y regresó con una gruesa toalla del tendedero. Él observó la botella de cerveza vacía, y una cajetilla de cigarros a medio terminar. Miró en la pantalla el cursor apenas tintineante. Presionó Enter, y se extendió en otra media docena de párrafos más.